La plataforma Twitter tiene más aspectos positivos que negativos, pero hay que saber operarla para sacar el mejor provecho y, paralelamente, evadir su creciente toxicidad. Como médico, esta herramienta tecnológica me ayuda a actualizar conocimientos, enterarme rápidamente de nuevas evidencias científicas, conocer en tiempo real sobre la ocurrencia de enfermedades emergentes en cualquier rincón del orbe, establecer relaciones con colegas a nivel mundial, propiciar colaboraciones académicas a distancia, brindar docencia a los seguidores interesados y combatir la desinformación en materia sanitaria. Como persona, me mantiene al tanto de noticias relevantes, tanto locales como foráneas, y me facilita el contacto con mucha gente interesante y valiosa que rellena mis alforjas cognitivas y culturales.
Son ya 13 años de contínua presencia en esta red gratuita de comunicación digital, aunque fue durante la pandemia cuando realmente exploté sus atributos. Twitter sacó lo mejor y lo peor de la esencia humana. Algo que quedó patente es que su capacidad de manipulación es colosal, tanto para bien como para mal. Admito haberme sorprendido de la ingenuidad de muchos individuos, supuestamente educados, en creer a ciegas en bulos, mitos y disparates. La herramienta, como todo instrumento tecnológico, es éticamente neutra. Son los usuarios quienes la colocan al servicio de la verdad o la mentira. Las personas más susceptibles a la influencia negativa son aquellas con una escasa escolaridad, pobre comprensión en ciencia o con una personalidad negacionista, terca, arrogante o narcisista, en quienes las razones objetivas y los argumentos contrastados no producen ningún efecto discernible. También caben ahí los anarquistas, quienes a toda costa buscan singularizarse yendo contra la corriente, como si la necedad fuera algo refulgente.
Es más fácil creer que pensar. La mayoría prefiere lo dogmático, porque intentar explicar lo desconocido resulta tedioso, demandante y muchas veces frustrante. Al comienzo de la pandemia, en el frenesí de la incertidumbre, de la precaución, del beneficio de la duda, de la urgencia por salvar vidas y reducir la ocupación hospitalaria, hubo recomendaciones erróneas o contradictorias, porque el discurrir de la ciencia oscila entre el ensayo y el error, hasta que se genera y consolida la evidencia. Esa es su naturaleza y su método. Pero a la larga aparece, como en este caso, la luz al final del túnel. Tristemente, mientras la ciencia iba aportando soluciones, una parte de la sociedad, en nombre de la libertad individual, se distanció de las medidas solidarias para proteger a los de mayor riesgo. Quizá una de las más elocuentes lecciones, en términos de salud pública, sería reflexionar sobre los límites de la autonomía, un principio fundamental de la bioética cuyo alcance debe revisarse porque no es posible que nos convirtamos en conscientes portadores de unos males que a su vez nos tornan en vectores de peores males. Si pretendemos reinvindicar a la especie sapiens, el interés general debería siempre prevalecer sobre el individual.
Recientemente, una vez demostrados los nobles y nefandos efectos de Twitter, el excéntrico magnate Elon Musk decidió comprar la red social para tratar de influir en los cerca de 240 millones de personas que la utilizan globalmente. Este empresario, autodeclarado como un absolutista de la libre expresión, planea cobrar para que solo existan cuentas verificadas y así, según él, prevenir la difusión de noticias falsas, troles y discursos de odio, fenómeno que ya ha provocado una estampida de clientes corporativos hacia otras plataformas de comunicación. Elon privatizó la marca al retirarla de la bolsa de valores, despojándola de sus accionistas y adquiriendo licencia para actuar a su arbitrio. Quitar la gratuidad, sin embargo, podría ocasionar el éxodo de profesionales de distintas disciplinas, lo que desembocaría en mayor desinformación en el campo de las ciencias y la fácil diseminación de dislates de toda índole con devastadoras consecuencias para la humanidad. Muchos de los que participamos lo hacemos con el genuino afán de educar y colaborar desinteresadamente con el bienestar de los demás. Musk, en todo caso, debería agradecer el gesto de los que usamos su red para contribuir al bien común.
Confieso que jamás imaginé que recibiría insultos, amenazas, calumnias y hasta acusaciones de delito de lesa humanidad, por intentar ejercer la vocación humanística de mi profesión. Por salud mental, tuve que bloquear a numerosas cuentas anónimas o conocidas que agredían, emitían comentarios homofóbicos, racistas, misóginos o xenofóbicos, vertían fanatismos religiosos, expresaban ideas conspiranoicas, antivacunas, anti-ciencia y, de paso también, a extremistas políticos e individuos claramente corruptos que me causaban vergüenza y repugnancia. De los casi 120 mil seguidores que poseo, calculo que al menos unos 2500 (2%) han sido alcanforados en el recóndito inframundo de los inexistentes. La verdad debe volver a ser popular. Dejar las redes sociales en manos de los mercaderes de la desinformación es condenar a la humanidad al retroceso evolutivo. Más allá de ser fuente de lucro, Twitter debería ser el espacio donde se forja o moldea la opinión pública de manera positiva y fiable, no donde se enaltece u oscurece la información por conveniencias aviesas.
En los últimos dos años, hemos sido testigos del culto a la ignorancia y a la mezquindad. Como no hagamos algo para maximizar la educación, la solidaridad y la empatía, el planeta estará a merced de analfabetas e idiotas disfuncionales. El Homo imbecilis habrá emergido como nueva especie de homínido. Con el perdón de Darwin…